Tomado del libro Cuentos, Historias & Relatos Tomo II
Por A.J.Ortega
Pedro tenía trece años cuando la guerrilla comunista se apareció en la
parcela de tierra de su padre.
- Venimos por el muchacho para entrenarlo, le habían
dicho a su padre, el día que le había traído del pueblo un par de zapatos nuevos
de negro brillante como regalo de cumpleaños.
- En qué lo van a entrenar, preguntó el asustado
campesino.
- En la lucha contra las oligarquías, respondió el
comandante.
- ¿Y esa oligarquía qué significa? Preguntó Pedro que
seguía con sus ojos negros los movimientos de los guerrilleros y escuchaba lo
que se decidía sobre el destino de la vida de su hijo mayor.
Los ojos del viejo campesino, los de su esposa y sus
dos pequeñas hijas se llenaron de lágrimas, mientras dos guerrilleros con
rostros curtidos en la brega del crimen, mostraron fiereza por la forma como
aprisionaron a Pedro por los brazos, a lo que el varoncito no pudo oponerse pataleando,
aunque pudo dirigirse a su padre diciéndole:
- ¿Quién cuidará de los animales papá? No puedo ir,
gritaba Pedro con determinación.
- Si no viene por las buenas matamos al hijo de perra
de su papá, a su mamá y a todos de una vez, dijo el guerrillero más resuelto
que alistó el arma para disparar a la cabeza del viejo campesino.
El niño que no era torpe porque intuía la muerte en la amenaza, observó
la amargura de su familia y vencido por la realidad agachó la cabeza aceptando
el destino de violencia que le acababa de ser trazado por el jefe guerrillero.
- Quiero llevar mis cosas, dijo Pedro soltándose a la fuerza de las garras de los rebeldes.
Lo dejaron entrar a la choza para tomar su sombrero manchado de tierra
de arar que era lo único que le pertenecía y con él metido hasta las orejas se
fue con los guerrilleros sin mirar atrás para no mostrar las lágrimas a su
familia y porque no quería que vieran el susto y la pena que sentía de pensar en no volverlos
a ver.
La tragedia de la guerra para los campesinos era tener que escuchar todos
los días las noticias de la cosecha de muertos de chicos secuestrados que se
habían convertido en carne de cañón porque nunca regresaron a ver cómo desde su
ausencia todo había comenzado a derrumbarse incluyendo las cosechas y sus familias.
Vereda abajo, Pedro miró por última vez las tierras de labrantío y
minifundio que dicen pertenece a la
gente que está a la brava con la guerrilla como garantía no se sabe de qué.
Pedro es flaco y menudito. Su rostro colorado en los cachetes muestra
una gran frustración porque hacía
semanas que planeaba ir a la escuela a aprender las primeras letras y ahora
sabe que lo único que acaba de saber es que seguramente va a morir.
- Mijo, su merced es un muchacho muy inteligente porque sabe hacer las
cosas bien y merece aprender a hacerlas mejor, le había dicho su madre poco
antes de que aparecieran los guerrilleros. Su padre, que seguía los dichos de los
abuelos le había dicho con orgullo que
cuando llegara la hora de irse para la escuela iba a perder a un buen
trabajador.
En el ocaso, el sol llanero se crece como una naranja gigante que se pinta
de amarillo y rojo a las cinco de la tarde, cubriendo el contingente de niños
secuestrados que caminan sin saber para donde los llevan bajo aquel hermoso el
horizonte de colores. Avanzan por trochas y caminos de herradura con hambre y
se toman varios días sin saber para dónde el destino dispone a dónde van. Luego
cuando el sol se va de descanso tras las montañas,
arriban a un punto oculto entre la inhóspita clandestinidad donde desaparecen
los seres humanos. Hambrientos se enfrentan en todas partes a fogones abandonados cubiertos de cenizas que
pertenecieron a los que el gobierno llama desplazados de la violencia. No han
comido en todo el día y ya se les ha dicho que el entrenamiento comenzaba
aprendiendo primero a matar el hambre con la costumbre de no comer a no ser los
hígados de los enemigos. –Además-dice el comandante - está prohibido a un
revolucionario a hablar de cosas de
comer.
Pero el hambre que no recibe órdenes de nadie se
vuelve respondona en el estómago y en el susurro de la complicidad.
Al lado de Pedro está Luis, un chico de su misma edad
pero de la llamada vereda de rastrojos, que
es más miserable que la suya. Él le cuenta una historia parecida a su
secuestro, pero hay en su relato
palabras que Pedro considera van a ser decisivas para hacer una buena
amistad.
- Tengo tanta hambre desde hace dos días y creo que soy capaz de echarle muela a cualquier cosa
que se mueva dice Pedro.
- Yo también pero ya escuchaste las amenazas. De seguro si pedimos de comer nos
van a dar bala. Antes de que tú llegaras nos habían dicho que comer es una
forma de gula capitalista dice Luis
tirando manos al viento buscando golpear a enemigo imaginario con la fuerza que
le queda.
- Cuánto llevas en estas.
- No lo sé, pero ya me parece mucho.
El fusil que acaban de recibir les pesa como un
condenado y hasta parece ser más alto que ellos. El Comandante, que no tiene
más de treinta años, está curtido en la lucha ya ha tenido oportunidad de
decirles que sus vidas dependen de ese sucio instrumento de muerte.
- ¿Quiénes son los enemigos?
- Los ricos y todos los que no son guerrilleros.
- ¿Y hay que matarlos a todos? Se ve que son muchos y
además nos llevan la ventaja de que atacan con la tripa llena. Pero el
comandante dice que la guerra es simple, pues solo tenemos que buscarlos y darles en la madre y lo dice como
si eso fuera fácil.
- ¿Y si ellos son los que nos encuentran y nos dan a
nosotros?
- Pues nos dan en la madre a todos los guerrillos y como los muertos no
hablan.
Desde entonces Pedro y Luis anduvieron juntos
acariciando el miedo y recitando la lección del odio que no sentían y
comprobando que no era cierto lo que el comandante les decía era doctrina
revolucionaria. Además la verdad era que ninguno de los dos iba a sentir valor de
aguante a la hora de los disparos.
Varias semanas pasaron caminando como judíos errantes,
sin rumbo fijo, buscando enemigos del pueblo en esa soledad que vuelve tensos e
inútiles los músculos que cargan el
fusil que pesa más que la conciencia, hasta que por órdenes superiores que
nunca se supo cómo llegaron, fueron remitidos al frente 13 donde se encontraron
ciento veinticinco niños más que inocentemente pretendían jugar a la guerra.
- El trece es número de la buena suerte dijo Luis con
más agüero que confianza, porque se había enterado a la llegada, que allí
quedaba el campamento donde iban a ser entrenados contra los ricos que también
eran los dueños de toda la tierra de los alrededores.
- A qué hora se come en este lugar, preguntó Luis.
- Unas veces en la mañana, otras al medio día, una
sola comida cuando viene el cocinero que es del pueblo vecino y no me pregunte
el nombre del pueblo porque es secreto y nos castigan porque el que hace esa clase de preguntas se está
preparando para desertar.
Durante los meses que siguieron, los dos jóvenes
campesinos resistieron toda suerte de penalidades entre la selva que resultó
estar más cerca de lo que creían cruzando las áreas montañosas, pisando tierras
de cultivo cuidándose de las “minas quiebrapatas” que ellos mismos sembraban
cubriéndolas como trampas para los enemigos. Comían poco, unas veces sí y otras
no, hasta que ello se volvió un mal hábito de días enteros de ayuno. Entonces
los dos nuevos amigos se volvieron ladrones de gallinas y de mujeres, porque de
pronto les comenzó la picazón entre las piernas y por ello aprendieron el truco
de esperar a las campesinas detrás de las matas donde se dejaban remordimientos
con sentimientos de odio y repudio por la revolución.
- Nos estamos volviendo más crueles que el comandante,
decía Luis después de los placeres de la carne que se estaban volviendo una
necesidad como la comida.
- El sigue con
su cuento de la revolución y nosotros ya nos hemos dado cuenta que el dinero
que le roba a los campesinos se lo encaleta para él y no para la guerra contra
los ricos.
- Es que ya es rico con lo mucho que roba, respondió
Pedro con la mueca de una sonrisa.
Un día de esos en que todas las ideas acosan desde temprano, habían
tenido que correr para ocultarse entre el monte y pasar de agache a un batallón
del ejército que les pisaba los talones.
Pasaron muchas horas respirando sin hacer ruido, hablando por señas y
escuchando los bramidos del estómago que no se resignaba a ser alimentado a
punta de agua de cantimplora que tenía sabor a plomo. Las cosas habían
comenzado a empeorar porque cuando llegaba la noche, ningún guerrillero
campesino sabía de quien era vecino o si tenía que esperar las órdenes del
Comandante que estaba mudo en la oscuridad y que era el único que tenía de
comer. Siempre traía consigo un morral cargado con una panela y un frasco de
leche. Aprovechando las necesidades del cuerpo que acosaron al comandante y
cerciorándose que en la urgencia éste había
descargado el morral recargándolo en el lomo del árbol, Pedro, que ladraba de
hambre, se lanzó por el morral haciéndose a leche y a la panela que compartió
con Luis sin que nadie más los viera. La leche estaba agria pero al mezclarla
con panela les supo a “mielmesabe” llamado también el postre de los pobres.
Luego entre los matorrales hicieron cama y se pusieron a conciliar el sueño sin
darse más explicaciones.
A la mañana siguiente, el Comandante levantó el morral
que se había aligerado de peso. Abrió la boca del morral y metió la mano que no
encontró panela ni leche.
- ¿Cuál hijo de su madre se robó mi panela y mi
leche?, Gritó con ira el comandante.
- Las bocas cerradas de los niños guerrilleros se
mantuvieron tal cual.
- Voy a matar a uno por uno hasta que encontrar al
ladrón, dijo sacando la pistola.
Inmediatamente apuntó a la cabeza de Luis que estaba
cerca de él.
Pedro vio el peligro en que el robo había puesto a su
amigo. El heroísmo no era conocido por él y dándose una oportunidad de explicar
el delito famélico, dio un paso al frente.
- Fui yo, tenía mucha hambre mi comandante dijo con el
tono suave y la cabeza gacha.
El comandante lo miró con odio, le quitó el fusil y le
ató rápidamente las manos a sus espaldas.
- Prepare su arma y métale un tiro en la cabeza a este
ladrón, le ordenó a Luis.
- No voy a hacer eso mi comandante, se negó el niño
guerrillero.
- Si usted no lo hace también se muere, sentenció el
Comandante ahora apuntándole con la pistola a uno de sus ojos.
Todo el batallón de niños sabía que el comandante
hablaba en serio. Entonces Luis se vio
obligado a meterle un tiro a la cabeza de Pedro para salvar su vida. Esa fue la
primera oportunidad que tuvo de conocer el verdadero sentimiento del odio que lo impulsó a desertar.
Cinco días después Luis regresó por sus huellas hasta la choza de su
familia.
- Alisten lo que puedan que nos vamos ya, fue el saludo que le soltó a
su madre que había perdido la carne de todo su cuerpo hasta quedar casi en los
solos huesos.
Hoy la familia de Luis ha abandonado el pedazo de tierra porque ya no
vale nada desde que se supo que la guerrilla anunció que ya va en camino de
cumplir su promesa de matar al desertor y a su familia.
Los campesinos que escucharon la infausta noticia saben que no cuentan
con la ayuda de nadie porque en el ejército también los buscan para matarlos
cuando se enteran que sus hijos son guerrilleros y esas son razones más que suficientes
para guardar silencio sepulcral.
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