Friday, January 9, 2015

EL ROBO FAMÉLICO


Tomado del libro Cuentos, Historias & Relatos Tomo II
Por A.J.Ortega
 

Pedro tenía trece años cuando la guerrilla comunista se apareció en la parcela de tierra de su padre.

 

- Venimos por el muchacho para entrenarlo, le habían dicho a su padre, el día que le había traído del pueblo un par de zapatos nuevos de negro brillante como regalo de cumpleaños.

 

- En qué lo van a entrenar, preguntó el asustado campesino.

 

- En la lucha contra las oligarquías, respondió el comandante.

 

- ¿Y esa oligarquía qué significa? Preguntó Pedro que seguía con sus ojos negros los movimientos de los guerrilleros y escuchaba lo que se decidía sobre el destino de la vida de su hijo mayor.

 

Los ojos del viejo campesino, los de su esposa y sus dos pequeñas hijas se llenaron de lágrimas, mientras dos guerrilleros con rostros curtidos en la brega del crimen, mostraron fiereza por la forma como aprisionaron a Pedro por los brazos, a lo que el varoncito no pudo oponerse pataleando, aunque pudo dirigirse a su padre diciéndole:

 

- ¿Quién cuidará de los animales papá? No puedo ir, gritaba Pedro con determinación.

 

- Si no viene por las buenas matamos al hijo de perra de su papá, a su mamá y a todos de una vez, dijo el guerrillero más resuelto que alistó el arma para disparar a la cabeza del viejo campesino.

 

El niño que no era torpe porque intuía la muerte en la amenaza, observó la amargura de su familia y vencido por la realidad agachó la cabeza aceptando el destino de violencia que le acababa de ser trazado por el jefe guerrillero.

 

- Quiero llevar mis cosas, dijo Pedro soltándose a la fuerza de  las garras  de los rebeldes.

 

Lo dejaron entrar a la choza para tomar su sombrero manchado de tierra de arar que era lo único que le pertenecía y con él metido hasta las orejas se fue con los guerrilleros sin mirar atrás para no mostrar las lágrimas a su familia y porque no quería que vieran el  susto y la pena que sentía de pensar en no volverlos a ver.

 

La tragedia de la guerra para los campesinos era tener que escuchar todos los días las noticias de la cosecha de muertos de chicos secuestrados que se habían convertido en carne de cañón porque nunca regresaron a ver cómo desde su ausencia todo había comenzado a derrumbarse incluyendo  las cosechas y sus familias.

 

Vereda abajo, Pedro miró por última vez las tierras de labrantío y minifundio  que dicen pertenece a la gente que está a la brava con la guerrilla como garantía  no se sabe de qué.

 

Pedro es flaco y menudito. Su rostro colorado en los cachetes muestra una gran  frustración porque hacía semanas que planeaba ir a la escuela a aprender las primeras letras y ahora sabe que lo único que acaba de saber es que seguramente va a morir.

 

- Mijo, su merced es un muchacho muy inteligente porque sabe hacer las cosas bien y merece aprender a hacerlas mejor, le había dicho su madre poco antes de que aparecieran los guerrilleros. Su padre, que seguía los dichos de los abuelos  le había dicho con orgullo que cuando llegara la hora de irse para la escuela iba a perder a un buen trabajador.

 

En el ocaso, el sol llanero se crece como una naranja gigante que se pinta de amarillo y rojo a las cinco de la tarde, cubriendo el contingente de niños secuestrados que caminan sin saber para donde los llevan bajo aquel hermoso el horizonte de colores. Avanzan por trochas y caminos de herradura con hambre y se toman varios días sin saber para dónde el destino dispone a dónde van. Luego cuando el sol se va de descanso tras las montañas, arriban a un punto oculto entre la inhóspita clandestinidad donde desaparecen los seres humanos. Hambrientos se enfrentan en todas partes a  fogones abandonados cubiertos de cenizas que pertenecieron a los que el gobierno llama desplazados de la violencia. No han comido en todo el día y ya se les ha dicho que el entrenamiento comenzaba aprendiendo primero a matar el hambre con la costumbre de no comer a no ser los hígados de los enemigos. –Además-dice el comandante - está prohibido a un revolucionario a  hablar de cosas de comer.

 

Pero el hambre que no recibe órdenes de nadie se vuelve respondona en el estómago y en el susurro de la complicidad.

 

Al lado de Pedro está Luis, un chico de su misma edad pero de la llamada  vereda de rastrojos, que es más miserable que la suya. Él le cuenta una historia parecida a su secuestro, pero hay en su relato  palabras que Pedro considera van a ser decisivas para hacer una buena amistad.

 

- Tengo tanta hambre desde hace dos días y creo que  soy capaz de echarle muela a cualquier cosa que se mueva dice Pedro.

 

- Yo también pero ya escuchaste las  amenazas. De seguro si pedimos de comer nos van a dar bala. Antes de que tú llegaras nos habían dicho que comer es una forma de gula capitalista  dice Luis tirando manos al viento buscando golpear a enemigo imaginario con la fuerza que le queda.

 

- Cuánto llevas en estas.

 

- No lo sé, pero ya me parece mucho.

 

El fusil que acaban de recibir les pesa como un condenado y hasta parece ser más alto que ellos. El Comandante, que no tiene más de treinta años, está curtido en la lucha ya ha tenido oportunidad de decirles que sus vidas dependen de ese sucio instrumento de muerte.

 

- ¿Quiénes son los enemigos?

 

- Los ricos y todos los que no son guerrilleros.

 

- ¿Y hay que matarlos a todos? Se ve que son muchos y además nos llevan la ventaja de que atacan con la tripa llena. Pero el comandante dice que la guerra es simple, pues solo tenemos que  buscarlos y darles en la madre y lo dice como si eso fuera fácil.

 

- ¿Y si ellos son los que nos encuentran y nos dan a nosotros?

 

- Pues nos dan en la madre a  todos los guerrillos y como los muertos no hablan.

 

Desde entonces Pedro y Luis anduvieron juntos acariciando el miedo y recitando la lección del odio que no sentían y comprobando que no era cierto lo que el comandante les decía era doctrina revolucionaria. Además la verdad era que ninguno de los dos iba a sentir valor de aguante a la hora de los disparos.

 

Varias semanas pasaron caminando como judíos errantes, sin rumbo fijo, buscando enemigos del pueblo en esa soledad que vuelve tensos e  inútiles los músculos que cargan el fusil que pesa más que la conciencia, hasta que por órdenes superiores que nunca se supo cómo llegaron, fueron remitidos al frente 13 donde se encontraron ciento veinticinco niños más que inocentemente pretendían jugar a la guerra.

 

- El trece es número de la buena suerte dijo Luis con más agüero que confianza, porque se había enterado a la llegada, que allí quedaba el campamento donde iban a ser entrenados contra los ricos que también eran los dueños de toda la tierra de los alrededores.

 

- A qué hora se come en este lugar, preguntó Luis.

 

- Unas veces en la mañana, otras al medio día, una sola comida cuando viene el cocinero que es del pueblo vecino y no me pregunte el nombre del pueblo porque es secreto y nos castigan porque el que  hace esa clase de preguntas se está preparando para desertar.

 

Durante los meses que siguieron, los dos jóvenes campesinos resistieron toda suerte de penalidades entre la selva que resultó estar más cerca de lo que creían  cruzando las áreas montañosas, pisando tierras de cultivo cuidándose de las “minas quiebrapatas” que ellos mismos sembraban cubriéndolas como trampas para los enemigos. Comían poco, unas veces sí y otras no, hasta que ello se volvió un mal hábito de días enteros de ayuno. Entonces los dos nuevos amigos se volvieron ladrones de gallinas y de mujeres, porque de pronto les comenzó la picazón entre las piernas y por ello aprendieron el truco de esperar a las campesinas detrás de las matas donde se dejaban remordimientos con sentimientos de odio y repudio por la revolución.

 

- Nos estamos volviendo más crueles que el comandante, decía Luis después de los placeres de la carne que se estaban volviendo una necesidad como la comida.

 

- El  sigue con su cuento de la revolución y nosotros ya nos hemos dado cuenta que el dinero que le roba a los campesinos se lo encaleta para él y no para la guerra contra los ricos.

 

- Es que ya es rico con lo mucho que roba, respondió Pedro con la mueca de una sonrisa.

 

Un día de esos en que todas las ideas acosan desde temprano, habían tenido que correr para ocultarse entre el monte y pasar de agache a un batallón del ejército que les pisaba los talones.

Pasaron muchas horas respirando sin hacer ruido, hablando por señas y escuchando los bramidos del estómago que no se resignaba a ser alimentado a punta de agua de cantimplora que tenía sabor a plomo. Las cosas habían comenzado a empeorar porque cuando llegaba la noche, ningún guerrillero campesino sabía de quien era vecino o si tenía que esperar las órdenes del Comandante que estaba mudo en la oscuridad y que era el único que tenía de comer. Siempre traía consigo un morral cargado con una panela y un frasco de leche. Aprovechando las necesidades del cuerpo que acosaron al comandante y cerciorándose que en la urgencia éste había descargado el morral recargándolo en el lomo del árbol, Pedro, que ladraba de hambre, se lanzó por el morral haciéndose a leche y a la panela que compartió con Luis sin que nadie más los viera. La leche estaba agria pero al mezclarla con panela les supo a “mielmesabe” llamado también el postre de los pobres. Luego entre los matorrales hicieron cama y se pusieron a conciliar el sueño sin darse más explicaciones.

A la mañana siguiente, el Comandante levantó el morral que se había aligerado de peso. Abrió la boca del morral y metió la mano que no encontró panela ni leche.

 

- ¿Cuál hijo de su madre se robó mi panela y mi leche?, Gritó con ira el comandante.

 

- Las bocas cerradas de los niños guerrilleros se mantuvieron tal cual.

 

- Voy a matar a uno por uno hasta que encontrar al ladrón, dijo sacando la pistola.

 

Inmediatamente apuntó a la cabeza de Luis que estaba cerca de él.

 

Pedro vio el peligro en que el robo había puesto a su amigo. El heroísmo no era conocido por él y dándose una oportunidad de explicar el delito famélico, dio un paso al frente.

 

- Fui yo, tenía mucha hambre mi comandante dijo con el tono suave y la cabeza gacha.

 

El comandante lo miró con odio, le quitó el fusil y le ató rápidamente las manos a sus espaldas.

 

- Prepare su arma y métale un tiro en la cabeza a este ladrón, le ordenó a Luis.

 

- No voy a hacer eso mi comandante, se negó el niño guerrillero.

 

- Si usted no lo hace también se muere, sentenció el Comandante ahora apuntándole con la pistola a uno de sus ojos.

 

Todo el batallón de niños sabía que el comandante hablaba en serio. Entonces  Luis se vio obligado a meterle un tiro a la cabeza de Pedro para salvar su vida. Esa fue la primera oportunidad que tuvo de conocer el verdadero sentimiento del odio que lo impulsó a desertar.

 

Cinco días después Luis regresó por sus huellas hasta la choza de su familia.

 

- Alisten lo que puedan que nos vamos ya, fue el saludo que le soltó a su madre que había perdido la carne de todo su cuerpo hasta quedar casi en los solos huesos.

 

Hoy la familia de Luis ha abandonado el pedazo de tierra porque ya no vale nada desde que se supo que la guerrilla anunció que ya va en camino de cumplir su promesa de matar al desertor y a su familia.

Los campesinos que escucharon la infausta noticia saben que no cuentan con la ayuda de nadie porque en el ejército también los buscan para matarlos cuando se enteran que sus hijos son guerrilleros y esas son razones más que suficientes para guardar silencio sepulcral.

 

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