Saturday, June 13, 2015

LOS NIÑOS CONDENADOS.


Tomado del Libro Cuentos, Historias & Relatos Tomo I
Por A.J.Ortega
 

Charles A. Williams tiene escasamente quince años cumplidos. Es un niño aún, pero en ese instante se le va a juzgar como adulto. Tiene el ceño fruncido y sus ojos miran con disgusto a quienes lo observan. Es delgado, de estatura mediana y tiene la piel color aceituna como si hubiera sido pintada con benevolencia por el sol. Está aprisionado por dos hombres fornidos de la seguridad del Estado que no dejan de mirarlo con desconfianza.

El Observa los movimientos del juez de la Corte Penal que pronto dictará sentencia en su contra.

El juez escucha los argumentos del fiscal y de los abogados denunciantes.

Como un autómata el niño reo escucha los términos jurídicos pero no los entiende. No hay sangre en su rostro. Está muy pálido a causa de un miedo interior que tampoco sabe por qué razón lo ataca en ese momento. No tiene por ello ni la menor idea de la transformación que su vida va a tener después de que lo decida el juez en unos pocos minutos.

El fiscal, vestido de negro con la majestad de movimientos de un ave de carroña, comienza a relatar los hechos pronunciando tecnicismos jurídicos con calculado dramatismo. Su poder se muestra ante la prensa que puede llegar a juzgarlo públicamente si comete un error.

En la síntesis del delito que va a juzgar, el juez acusa al niño de haber asesinado a dos pequeños en la puerta de la escuela y herido a otros trece o más, usando una pistola de hombres grandes.

La causa que lo llevó a cometer el crimen, según el magistrado, fue la venganza por las burlas frecuentes que le hacían sus compañeros de escuela. El juez, no suministra más detalles. Esa es la síntesis de los hechos sobre los que va a basar su sentencia.

La prensa toma nota, saca fotografías y filma para la televisión grabando las imágenes de protagonistas, abogados acusadores y defensores que se acicalan ante la cámara, aunque al niño reo esas vanidades no le importan, porque el fiscal ha pedido para él la sentencia más dura, la que se le daría al más avezado de los criminales en los E.U. Los periodistas intuyen que la pena va a ser cadena perpetua que el niño pagará sin derecho a libertad bajo palabra y por supuesto sin ser atendida ninguna de sus apelaciones en el futuro.

Meses antes, otro niño de once años, recibió la misma Cadena perpetua que se pide para él que en un instante va a ser sentenciado, por haberle roto el cuello a una niña de su vecindad.

El mismo día en que el niño enfrenta a la Corte, una muchachita de trece años disparó por la espalda a una compañera de clase.

Días antes de todos estos hechos criminales un joven de catorce parapetado en su escuela con un arsenal, dio muerte a doce muchachos de su propia escuela.

En ese mismo momento, en otros escenarios, desentendidos de lo que en la Corte sucede, algunos hombres viejos tienen sus miradas fijas en un ballet de niñas de cinco y seis años que mueven sus caderas en un baile supuestamente inocente. Las imaginan mujeres grandes y sus lascivias las desean porque las pequeñitas al danzar se mueven como sus padres les han dicho que deben hacerlo frente a las cámaras de televisión.

En las casas de otros padres de familia y al otro extremo de la ciudad, se guardan en la sala y vitrinas protegidas con débiles vidrios, seis fusiles y muchas cajas de balas que padres de familia compraron para cuando necesiten agredir a alguien o simplemente para defenderse.

Hombres ebrios, viciosos y violentos en todos los Estados Americanos están a todas horas golpeando sin compasión a sus esposas y a sus hijos. En la vecindad se escuchan gritos de dolor causado por el recurrente maltrato infantil.

La televisión sin control de emisión y durante las veinticuatro horas del día, cumple su tarea de enseñar a los niños la más perniciosa de las violencias que muestran en los dibujos animados donde la muerte es un simple juego y todos los actores que están representados en muñequitos supuestamente vivos, les hablan en su propio idioma antes de caer muertos como moscas y que reviven cuando se repite el mismo programa para niños dejando en sus mentes que la muerte es una mentira sin ninguna trascendencia porque el personaje muñeco vuelve a la vida cada vez que la película se repite como cosa divertida por la televisión.

Al cine en las salas de exhibición que van a cumplir cien años de reinado en ese mundo de la fantasía irreal, la gente asiste como a una Iglesia, para honrar la acción del héroe que comete muchos crímenes porque tiene permiso para matar, crímenes que quedan totalmente impunes si el héroe está del lado de los que la película señala como los buenos.

En millones de pequeños almacenes de música para la juventud, se ofrece el sonido demoníaco que incita a la maldad explicita y al sexo desenfrenado. Y todo ello ocurre con la complacencia de los padres, de las madres, de los jueces de la justicia, de la sociedad que dedica tiempo a discutir la libertad individual como derecho inviolable que se ejercita sin reglas de comportamiento, que los padres no imponen a sus hijos alegando carecer de tiempo para enseñarlas como orientación de la conducta en sociedad y con amor a sus hijos. Son los mismos padres que no saben qué amigos los inducen a los vicios de peligrosas drogas adictivas porque no se sienten responsables de la suerte que corren en los colegios y escuelas públicas gracias a que durante el transcurso de su educación, les aplican, sin ningún remordimiento la más severa de las costumbres del desamor, que es el abandono familiar.

Por eso no sorprendió a nadie ver y oír a la madre de Charles A. Williams decir con toda impavidez y frialdad ante la televisión, que lo único que le dolía de lo hecho por su hijo, era que él era el único responsable de haber dañado su propio futuro.

¿A qué clase de futuro se referiría esa mujer que más que su hijo merecía ella duro castigo?

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