Hace muchos
años, después de la segunda guerra mundial, un director de cine exhibió en la
pantalla grande una de las películas de cine más impactantes que yo jamás
hubiera visto. Se titulaba los niños de la guerra. Fueron, según el guionista,
los últimos defensores que al final de la guerra le quedaban al aparato militar
del régimen Nazi. Jamás un ser humano podía haber soñado entonces, que un
escenario de crueldad y de tal poder de destrucción pudiera terminar en las
manos de una niñez entrenada para disparar fusiles que eran más largos que su estatura, pero destinados
también para ingenuamente defenderse de una muerte que a la hora de atacar no
pregunta por edades.
Lógicamente,
la producción acaba en el momento en que el último de los niños soldados cae abatido
por las balas defendiendo con el más grande de los heroísmos, un puente que
daba entrada a la ciudad.
Ficción o
realidad, la película es impactante no por la fórmula de la guerra, de la que
nunca parece salir el ser humano para
resolver sus litigios y ambiciones, sino por la participación a todas luces
condenable de los niños.
Las imágenes
tétricas del cine volvieron entonces a mi memoria al observar en el día de ayer
en la televisión colombiana las
diminutas figuras diminutas de cincuenta y cinco niños soldados que lograron
desertar llenos de miedo, del comando criminal de las guerrillas comunistas de las FARC.
Desde los once
hasta los quince años de vida, estas personitas ya han sido entrenadas por los
subversivos para prestar servicios de inteligencia y disparar contra otro ser
humano. Todos ellos fueron sacados de sus hogares a la fuerza o amenazados con matar a sus padres si no se
integraban a la guerrilla.
Cuentan los
habitantes de la zona donde las FARC gobiernan a sus anchas y sin ley, que
ellos obligan a las familias campesinas
que tienen dos o tres hijos, a que uno les sea entregado para la guerra.
Prostituta la
niña, asesino el varón serán sus destinos por determinación de los comandantes
de la inútil revolución comunista.
Carne de cañón
concluiríamos nosotros después de haber visto las decenas de cuerpos infantiles
sacrificados por las balas en los enfrentamientos con las fuerzas regulares del
ejército, tirados en fila de muertos como si se tratara de basura. O a los
cientos de niños mutilados y víctimas de
las bombas quiebra patas instaladas contra la población civil por tales
asesinos.
En este
momento surgen de nuevo los interrogantes que nadie responde.
¿No va a haber
una campaña de condena de la
organización de los derechos humanos a la guerrilla por estos hechos? ¿Por qué
no se pronuncian reiteradamente contra esas organizaciones criminales que se
ufanan hablando del derecho Internacional humanitario? ¿Por qué todos se
olvidan de los derechos de los niños? ¿Es que los menores no son seres humanos,
que merecen más que nadie, la atención del mundo?
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