Thursday, November 13, 2014

EL SABIO Y LA SABIDURÍA


EL SABIO Y LA SABIDURÍA


En la tradicional Santafé de Bogotá, existió en épocas pasadas, un personaje que tenía fama de huraño entre sus vecinos por tener el hábito de mantener su boca tan cerrada como ostra que duerme.
Se decía que por pura vanidad nunca se había prestado a discutir con otros seres del común ciudadano sus conocimientos que supuestamente  iban desde el origen de la vida hasta la comprobación de la verdad en todas las artes, incluyendo los temas intelectuales de fondo profundo, que incluian, claro está, los que correspondían al materialismo dialéctico de tan ingrata recordación entre políticos, filósofos y creyentes.

Los habitantes del barrio al verlo pasar sin falta todos los días  por el mismo y rutinario camino, se miraban sus caras y decían  sus elogios al oido de los unos a los otros:


- He ahí una persona culta y bien educada que todos debemos admirar.


- ¿Pero, cómo saber que esa persona es culta y bien educada, si mantiene siempre la boca cerrada? Respondía cada uno a su asombrado vecino interlocutor.


- Porque es de sabios mostrar prudencia no haciendo comentarios a horas inapropiadas delante de los ignorantes, respondía el que sin falta todo lo justificaba.


- ¿Entonces, de qué sirve lo que él sabe a la humanidad tan ansiosa de conocer verdades y buena información?


- ¡Ah!, porque es de sabios el silencio. En las mentes de las personas cultas, las verdades tienen que haber sido comprobadas antes de hablar. Pero como todos sabemos, llegar a la verdad toma siglos y la vida es breve. Precisamente por eso los sabios honran a los catedráticos dueños del conocimiento universal que siempre han dicho que el saber no es para quien no merece que se le diga esta boca es mía.


- ¡Ajá! Si mal no entiendo, lo que usted quiere decir con los antiguos que mucho pretendían saber, es que la miel no es para la jeta de los asnos ¿Entonces para qué sirve en estos tiempos tanta sabiduría si se mantiene oculta sin beneficiar a ningún cristiano?, Insiste el ciudadano que  en ese instante decide no volver a preguntar.


- Para quienes de verdad se sirven del verdadero saber que solo se adquiere con la certidumbre de lo que se afirma y la aceptación del que lo entiende, aunque es reconocido que el saber se muestra tácito como el aire en la naturaleza, que aunque no se ve, existe como aporte para perpetuar la vida.


Desconcertados por sus propias respuestas, los contertulios se separaban a diario  para ir en busca de sus oficios, sin haber ganado con certeza una línea de sabiduría o de cultura general.

Desde aquella última controversia callejera, pasó el tiempo inexorable, que transcurrió sin consideraciones de naturaleza temporal , mientras la ciudad amanecía y anochecía como si nada.


En el entretanto, el sabio que había caminado sin faltar un solo día todas las mañanas por el mismo lugar y por su puesto a la misma hora, desapareció del todo y sin dar noticia. Entonces, aquellos mortales que hacían fila para verlo a la hora exacta de sus caminatas, se desconcertaron ante la inexplicable ausencia. La inesperada desaparición abrió paso a serios y nuevos interrogantes entre otros:


- ¿Estará enfermo el sabio, que sus paseos no ha vuelto a dar?


- Las respuestas que despertaban interés cultural sobre el sabio silencioso y ahora desaparecido no se hicieron esperar:


- A los sabios, hay que concederles la gracia de ser invisibles a los ojos humanos cuando se entregan a la investigación de lo desconocido donde se pierden para el común de los mortales. Además, ¿cuándo se ha visto a un sabio perdiendo su precioso tiempo en paseíllos para dar tema a tertulias entre ignorantes?


- Acertada explicación, se decían agachando la cabeza aquellos que con el primer ruido de batalla verbal ponían los pies en polvorosa.


Un día cualquiera, la tarde se puso de gris cenizo y la brisa sopló por el bulevar de la ciudad  que como si fuera un hábito mecía suavemente las copas de los altos eucaliptos que aprovechaban para esparcir sus aromas de sus mentas nacidas entre  los  fríos y permanentes vientos que azotaban sin temporada fija el medio ambiente de sus estrechas calles.

Esa misma tarde, a lo largo de la angosta  avenida llamada de la Santísima Trinidad, se vió venir un solitario carro fúnebre.
El vehículo se movía con lentitud en ese que siempre es un viaje sin regreso para el muerto cuyo nombre nadie puede recordar cuando no lleva, como es de anciana costumbre, cinta morada con datos y fechas del muerto, ni acompañamiento de parientes o amigos sinceros.

Un vecino, que hacía parte de los muertos de la rabia, porque nadie se mostraba interesado en consultar su locuaz conocimiento, comentó con acidez:


- Siempre es gente extraña la que vive en este mundo. Ese cadáver cuyo destino es el hoyo final donde son iguales Papa y sacristán, era uno de esos que se ganan la fama sin hablar. El muerto era uno que la gente calificaba de persona culta y educada. Y da risa pensar que gozó de esa inmerecida fama silenciosa porque no instruyó  a ninguno de sus admiradores y menos a los vagos y desocupados que todo lo inventan para darse la importancia que no tienen.


- ¿Pero que le hace pensar que usted si sabe lo que nadie sabe?


- Yo conozco los secretos que siempre han estado a disposición de ser descubiertos a la menor presión simplemente porque lo más oculto es lo más evidente y siempre está a la disposición del que lo quiera ver. Pero en este caso, nadie me ha consultado por la pretensión que todos tienen de escucharse solo las necedades que se dicen así mismos sin oír los hechos de la realidad  que otros ya conocen, y que en éste caso es la verdad desconocida sobre el sabio que todos admiran y que me propongo  compartir con ustedes señores si es que su egoismo me lo permite contar  ahora mismo.


- ¡Adelante! Dijeron todos en coro tratando de defenderse de las acusaciones del agrio vecino y de esa forma mostrarse interesados  de saber la verdad hasta ese momento ignorada.


- Uno de esos días habituales en que no hay trabajo que hacer –cuenta el chismoso-, esperé a la hora de la mañana en que pasaba el hombre culto y al verlo con su paso tan suave como si estuviera pisando huevos, lo seguí pensando descubrir la verdad, que como todos sabemos, comienza en el momento en que se descubre donde es que el investigado habita y porque es en ese lugar donde es conocida la historia de su vida y ya  les dire por qué.


- ¡Oh, Oh! Se escuchó a todos murmurar con el interés que no quiere interrumpir el relato.


- No fue muy largo el trayecto que tuve que caminar para encontrar las respuestas, porque los enfermos como los viejos siempre caminan sin poner largas distancias de su caminar con el sitio en el que viven, ni pierden tiempo en ejercicios que son extremados para sus edades. A pocas cuadras de aquí, en un lugar que los pobres y mal educados llamamos inquilinato, el que ustedes llamaban sabio, habitaba en un cuartucho de esos que se le rentan a gentes solas y poco comunicativas, que huyen del trato social por la prudencia que les aconseja el mal del que sufren.


- ¿El mal del que sufre? preguntaron con interés todos los interlocutores al unísono?


- Por ello me puse a indagar entre los pobres de solemnidad que allí habitan las miserables alcobas y en efecto, descubrí que el supuesto sabio sufría de una deficiencia de salud bastante interesante. Pero antes de decir sus síntomas y consecuencias, espero no ser interrumpido para que mi relato no pierda interés, exigió el chismoso.-

Una vez impuesta su autoridad, - el vecino rabioso continuó su relato-. Así que para indagar sobre él, me puse a buscar la amistad de la mujer que le servía de lavandera y barrendera de la modesta alcoba en que vivía el que ustedes llamaban sabio. Quien mejor que ella para averiguar sobre los secretos de alcoba de ese hombre enigmático. Fueron muchas lisonjas y requiebros los que tuve que hacer para que ella me permitiera un día cualquiera acompañarla a su modesta residencia, dejándola pensar que yo tenia interés de conocerla mejor para llegar a otras cosas que son de gran interés para las mujeres viejas. Entonces, en una tarde soleada volví a su casa, con el propósito de verla y le llevé un regalito de esos que ayudan a soltar la lengua. La cajita de chocolates me ayudó  a estimular la tendencia de la mujer a contar lo que se le pregunta y lo que no y así pude enterarme sobre la vida, honra y bienes de ese personaje tan venerado por todos ustedes. Lo primero que me dijo era que el hombre estaba muy enfermo. Que no se le conocían familiares ni amigos. Me comento de algunas de sus silenciosas costumbres y hasta de lo previsivo que era, porque se había encontrado con un recibo de pago anticipado de su funeral, seguramente hecho en su condición de ser persona solitaria para cuando presintiera cerca la visita de Circe, la diosa de la muerte. Me aseguró que nunca le había escuchado decir una sola palabra relacionada con sus conocimientos hasta el día fatal en que la guadaña cortó su último aliento sin que nadie lo esperara.

- Yo fui la primera en enterarme de su muerte cuando fui a limpiar su pieza, confesó la mujer emitiendo un suspiro de tristeza.

Me comentó- dijo con conocimiento-  que en la funeraria esperaron saber de él hasta el último momento. Pero no pudieron escribir en la cinta mortuoria su nombre, porque nadie lo sabía. En el velorio solitario a alguien se le ocurrió poner dos grandes enes doradas que fueron impresas sobre la cinta que adornaba su ataúd como único recordatorio de su lóbrega existencia. Posiblemente se le ocurrió a alguien que quiso guardar de él la buena imagen que surge del silencio de los anacoretas.


- ¿Esta seguro que se trata del mismo caminante?, -preguntó un vecino interesado en la verdad última.


- Si, ese que acaba de pasar con traje de madera  barata de funeraria  es el mismo caminante de impecable figura y rostro inexpresivo. El mismo que los llenó a ustedes de preocupación por el fin de la cultura pensando todos que al morir se llevaría consigo sus conocimientos  para protegerlos de la ignorancia de los otros hombres. Pero miren esto, dijo el relator que tenía en su mano el certificado de defunción.


- ¡No puede ser!, dijeron todos en coro al leer la sentencia médica. “Sordomudo de nacimiento”


- Si, su sabio era simplemente un vulgar sordomudo. Así lo dice la autopsia. Acaban de leer la prueba que no miente, mírenla de cerca, por ello su hombre sabio no podía comunicar a ustedes sus conocimientos- concluyó con ironía mordaz el investigador de pueblo que en ese momento interrumpió el estupor de todos con una vulgar carcajada.


Hubo un murmullo de pena ante la aclaratoria observación. Los pocos allí reunidos guardaron unos escasos segundos de condolencia por el muerto que ya había pasado camino de su última morada, tan mudo como había venido al mundo. Entonces todos creyeron conveniente separarse, pues la verdad era que no se conocían a fondo los unos con los otros y posiblemente nunca jamás volverían a encontrarse para hablar sobre la cultura o la sabiduría porque desde ese momento todos habían perdido interés por tema tan baladí.

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