Tuesday, March 24, 2015

LA AMISTAD


Por A.J.Ortega

 

La Amistad tiene origen

en la necesidad de ayuda

mutua de espíritus afines,

porque como seres humanos

vemos la amistad como actitud

integrada en la vida social

que señala que la union

es la fuerza del progreso.

La amistad es el acercamiento

en la confianza de la integridad

propia  que nos permite ser

lo que somos en la tierra  

y saber dónde estamos ubicados

en lo que es la totalidad del universo.

La amistad es lealtad sin reservas.

Es el secreto guardado y cumplido

sin tener que llegar al comportamiento

en el silencio prudencial

para garantizar la paz en la conciencia.

Es la generocidad en la dádiva

y el noble olvido de la deuda.

Es el  respeto como reconocimiento

de virtudes y valores en aquellos

que  admiramos sin reservas.

La Amistad es  observar con honesta lealtad,

el cuidado debido con todo aquello

que habita la hermosa naturaleza

que nos ofrece la tierra.

Es la identidad en la meta de todo buen propósito

planteado y compatido con altruismo sincero.

Es la participación de la felicidad

que nos causan los grandes eventos

que todos recibimos en abundancia

de la dadivosa  vida diaria.

Es la comprensión de las debilidades

Individuales porque ellas son

los motivos y esfuerzos de cada alma

a la hora de intentar alcanzar

sus mas altas y sagradas metas

y mejoramientos.

Es la compañia cariñosa en los momentos

en que aparecen  los dolores que vienen

con  la existencias desde el momento de nacer.

La Amistad es una forma de sincera alegría

que se siente por los triunfos del luchador vecino.

Es el esfuerzo mutuo para lograr

siempre la paz ante el disgusto

y la discordia sin motivo provocadas.

En fin, la amistad es todo aquello

que hacemos por mejorar lo que somos

en sociedad sabiendo que nuestra conducta

debe ser amplia y transparente ante los retos

que aparecen en el pacto social que integramos

como seres Portadores de valores eternos.

Sunday, March 22, 2015

PENSANDO EN VOZ ALTA


Por A.J.Ortega

 



Sabías que la simple

observación es testigo de

la mutación de lo que ves?

Que la búsqueda del origen

hizo del hombre un científico

relativista que todo lo duda?

Que la síntesis es deformidad

De la que es extensa sabiduría?

Que la cultura que no se transmite

es la riqueza del silencio inútil?

Que en el hombre la inquietud

lo lleva a buscar el significado  

de lo que   ignora?

Que la vejez encierra en los años

el juicio prudente que le impide

por miedo comunicar lo que sabe?

que la  ambición es tenerlo todo

y querer más hasta que se rompe el costal

donde se echa lo que se consigue?

Que la vida es tan breve que ayer

Tenías escasamente cinco años?

Que la definición de libertad

Vive limitada por el vecino

de mente absolutamente libertina?

Que la gordura es un exceso de imagen?

Que el mentiroso se pasa la vida

Buscando que le crean que es veraz?

Y que la verdad es relativa

Porque el universo
evoluciona sin parar

mientras buscamos el fin último

de lo que nos rodea.

Sabias que el filosofo
tuvo razón cuando dijo:

 “Solo sé que nada sé”?

Wednesday, March 18, 2015

EL SEÑOR DEL ZARATO

Tomado del libro Cuentos, Historias & Relatos Tomo I
Por A.J. Ortega


Entre las que son interminables fronteras Rusas que durante una cuarta  parte del año se mantienen inundadas por la abundante nieve del invierno que allí es inclemente, un importante súbdito de los zares vivía suspirando porque nunca había sentido alegría en su corazón. Este doloroso sentimiento era conocido por quienes envidiaban su fama de ser un miembro de la nobleza Rusa y en particular por ser  poseedor de una inmensa fortuna. Sus tierras extensas se podían medir con los ojos como lo decían los mujiks “Hasta donde uno alcanza a ver torciendo el cuerpo en círculo a la redonda”.


En el inventario de sus bienes, admiradores y críticos que incluían miles de familias de siervos leales que trabajaban de día y de noche para acrecentar su fortuna e importancia. Aquellos humildes seres, que mas parecian esclavos que seres humanos con derechos,  nunca protestaban por la vida que llevaban y se podría decir que, contrario a lo que se podia pensar, parecía que eran  felices en tan triste condición y en particular porque su Señor los honraba con su presencia principesca, que ellos disfrutaban como si fuera un preciado honor, que no era otra cosa que el  encierro voluntario de su amo cuya conducta de enclaustramiento duraba hasta diez de los doce meses del año.Algunas  y extrañas veces este señor del zarato Ruso también solía huir por largas temporadas en busca de diversión que no encontraba siempre, mientras sus súbditos  se quedaban labrando la tierra, recogiendo cosechas, limpiando sus lujosos trajes y candelabros de su palacio, cuidando pesebreras, caballos y ordeñando vacas para el  exclusivo beneficio del amo que no fijaba su mirada en el  esfuerzo de todos aquellos que tenían que cumplir, a veces con fingida alegría las demandas y caprichos de su señor que eran muchos.


Verdad era sabida que El Zar y la Zaresa de la madre Rusia  distinguían al señor feudal con su preciosa amistad, hasta el punto de que tal gracia  era reconocida por la Corte en pleno, compuesta por un centenar de nobles dueños de grandes extensiones de tierra poblada de muchos súbditos.


Pero, como no todo es completo en esta vida, este señor feudal, que vivía entre tanto poder y riquezas, sufría en grado sumo la posesiva enfermedad llamada tristeza que casi siempre lo ponía, sin saber el porqué, al borde de llorar, aunque sus súbditos estaban siempre dispuestos a servirle finos vinos para calentar su alma fría como el hielo, a tocar para su placer la cítara y a cantar y bailar para alegrarle la vida.


Pero nada de ello lo llenaba de contento, así que sin proponérselo, el señor feudal se oponía a la alegría sin ofrecer razones, porque tampoco tenía a quien darlas y por ello ignoraba tan hermosos sentimientos de sus vasallos.


Sus tristezas habían comenzado desde niño y en particular el día nefasto en que a su tierna vida llegó la orfandad con la terrible muerte accidental de sus queridos padres. Como hijo único y en medio de tanto condolido visitante desconocido, sintió que la soledad se posesionaba de su corazón al ver a sus seres amados partir para siempre y ese luctuoso día la vida le permitió descubrir que no tenía familia a quien heredar su nombre ni sus bienes si llegara a morir.


Bueno, pues un día en que su pensamiento estaba dedicado a la reflexión sobre esos sentimientos que nunca lo abandonaron y lo acorralaban con emociones incontrolables, el señor del Zarato se hizo la siguiente reflexión:


- ¿De qué me sirven todos los honores, la abundancia de tierras y bienes, la lealtad incondicional de mis súbditos si vivo solo y sin amor?


Y con estas ideas intrusas que le llegaron hasta el fondo de su corazón, se dijo para sí, que el vacío de la soledad iba a matarlo de tristeza y entonces se le hizo imposible contener las lágrimas hasta que llegó la noche con el insomnio inoportuno que se quedó desde entonces de  visita por mucho tiempo. Pero ello no impidió que cavilara mucho  sobre su vida inútil pensando qué pócimas tomar para encontrar de vuelta el sueño reparador y en particular la esquiva felicidad.


Como era de esperarse, la intensidad que tenía aquel deseo era tan grande a diario que, una buena mañana le vino a la mente una sola idea que le pareció salvadora.


Saldría del encierro consentido que era mas cárcel que otra cosa y se dedicaría a viajar para conocer el mundo y sus libertades. Visitaría ciudades y haría muchos amigos, gente buena que estuviera dispuesta a ayudarlo. Entonces conocería el amor y contraería nupcias con la más bella de las mujeres y tendría en ella muchos hijos a quienes dedicaría su cuidado pensando que esa sería la mejor respuesta a su desgracia.


¿Por dónde empezar? Tendría que ser un lugar divertido y con mucha gente de mundo quienes le ayudarían a ponerse al día en las novedosas acciones humanas para recuperar el tiempo perdido.


Entonces vino a su recuerdo San Petersburgo, la ciudad más famosa de la Rusia Zarista. Alguna vez de niño había escuchado a sus padres que era la ciudad de la perdición. Había sido construida entre los pantanos rusos por su majestad Pedro el Grande. Pero ahora que habían pasado tantos años de su niñez, pensó que esas ideas descriptivas de la perdición pudieran haber cambiado para bien, pues ya era conocido por la Corte, que San Petersburgo era visitada asiduamente por miembros de las Cortes del Zar y de toda la monarquía Europea. 


- Además, en ella estaban los famosos y lujosos Casinos de juegos de azar más importantes del mundo que hacían frontera con sus tierras y este pensamiento lo tuvo con ese tono de orgullo de la independencia en el pensar con que le habla la mente libre a los excesos al que no tiene quien pueda contradecirle.


Entonces, el señor del Zarato sintió la emoción que traen las buenas ideas y despertó su propio interés que él creyó que llenaba el vacío de las emociones con el acto de jugar, aunque se supieran muchas historias de que el azar había engullido fortunas y arruinado muchos títulos.


 - Claro que ello le sucede al que hace las cosas mal, porque la suerte no existe, pensó el señor del Zarato que el éxito consistía en comenzar haciendo las cosas bien, porque la experiencia le enseñaba que lo que bien comienza, bien acaba. 


Decidido a visitar primero aquella hermosísima ciudad, imaginó que iba a pasar allí unos días rodeado de príncipes ambiciosos, de la realeza de la Europa monárquica, de lo funcionarios de altos rangos que siempre piden favores y de mujeres bellas pensando en la más hermosa en quien encontraría el verdadero amor.


La sola idea, que por sí dio ánimos a su imaginación, lo mantuvo muy excitado las semanas siguientes.


Su mente había comenzado a trabajar en un plan que le pareció perfecto. No apostaría demasiado, pues ello era empezar por hacer las cosas mal, porque contrario sensu,  lo que mal comienza, mal acaba. Por el contrario, dedicaría más bien el tiempo a relacionarse y a hacer amistad con importantes personajes del mundo allí reunido. Y para no posar de anticuado, jugaría un par de Kopeks de oro con lo que mostraría que era dueño de mucha riqueza, si es que la ocasión lo requería, para mostrar que estaba a tono y no desencajaba en ese mundo vanal; el juego no le haría daño porque la suerte favorece al que es prudente en las apuestas. Por ello pensaba, -nadie tiene más amigos que el ganador- y de seguro ellos le ayudarían a acabar con su soledad y aburrimiento.


Organizadas todas estas ideas que le impulsaban el entusiasmo en el ánimo, el señor del Zarato ordenó a sus vasallos a que se hicieran todos los preparativos para el viaje, por lo que de inmediato alistaron sus requerimientos embalados en lujosas balijas de equipaje.


Eran los mediados de noviembre y el invierno que había  llegado como siempre pintando de blanca nieve, todas las montañas, las estepas y los caminos, dando señales  de lo intenso que sería en la temporada. Aquella mañana se le veía contento y por ello le fue alistado su caballo preferido “El Visir” de sangre árabe, de comportamiento nervioso y patas rápidas. Sobre la silla montaron los utensilios guardados entre maletas de liso cuero que le fueron colocados como gualdrapas. El Señor se había vestido para protegerse contra el frío y ello no había sido obstáculo para que lo hubiera hecho principescamente, es decir con chaqueta de hombreras anchas, pantalón ajustado de tela fina metido entre las altas botas de cuero negro, guantes de piel de cabritilla y un abrigo de cachemir de su mejor selección. Y así, con el sueño acariciado de ir en pos de la felicidad, se puso en camino hacia San Petersburgo. Los rublos de oro que llevaba en su alforja eran abundantes y constituían una pequeña fortuna que pensaba gastar en darse buena vida.


El camino estaba como su corazón listo para la aventura y las ilusiones. Entonces, sin mirar atrás, abandonó su castillo a toda prisa. “El Visir”, negro como el azabache galopaba como si sus patas tuvieran las alas del viento. La mañana les deparaba algunos pálidos rayos de sol que por ser únicos embellecían a la naturaleza toda. Señor y caballo atravesaron los caminos conocidos de sus tierras que, como se dijo, no tenían límites. La retina de sus ojos iba descubriendo por primera vez, la belleza del entorno, los árboles desnudos de hojas, las casas humildes de sus siervos y los cientos de vacas, caballos, animales y chozas en las que vivían familias enteras que le pertenecían y de las que jamás se ocupó de cuidarlas porque ellas cabían en la expresión que le garantizaba que eran de su propiedad. Con este paisaje que renovaba la certidumbre de su poder sobre tierra, hombres y animales y después de muchas horas de galope y bien entrada la tarde, el señor feudal divisó la ciudad que a la distancia parecía estar hecha de oro por el brillo color de sol de sus cúpulas.


San Petersburgo era una urbe cosmopolita. Sus calles eran anchas y estaban hechas para el tránsito de los carruajes a la usanza de todas las ciudades de Europa. Su arquitectura era mongol, de cúpulas redondas pintadas de oro y terminadas en puntudas agujas que señalaban al cielo. Otras edificaciones eran rectangulares, de techos ligeramente inclinados y ventanas de estilo sarraceno. Las casas eran amplias y limpias, en especial las que daban hospedaje a los visitantes porque San Petersburgo era refugio de muchos viajeros provenientes de todas las latitudes conocidas, en particular porque la intensa actividad del juego de los casinos atraía a toda suerte de jugadores como el imán al metal y a la vez a una gran cantidad de oportunistas, buscadores de suertes perdidas, gentes profesionales en todas las artes que nadie se preocupaba de identificar por sus apariencias.


Por entre las calles repletas de transeúntes, de coches y calesas, se observaba el transitar abundante de visitantes y de pequeño grupos que hacían algarabía. Por esas calles “El Visir” hizo su entrada a San Petersburgo. El señor del Zarato lo miraba todo con asombro y hasta una sonrisa se dibujó en sus labios debido al susto de su montura que se levantó en las patas. Entonces se dirigió a una de las casas de huéspedes para nobles donde tomó la mejor habitación, es decir la que tenía las comodidades propiamente ofrecidas para personajes de su estatus y reconocimiento que en ese momento él pensaba que no eran suficientes.


El cuarto era grande, decorado con elegancia y muy cómodo. Allí se dio una ducha caliente y prolongada porque el  frío del invierno no cesaba. Después se dispuso a visitar la ciudad para lo cual tomó una calesa en alquiler que se ofrecía siempre a los recién llegados para que se familiarizaran con las calles y los sitios donde estaban localizados los casinos. En el más importante de ellos, en “El Emperador”, ordenó al cochero que se detuviera y allí interrogó a uno de los porteros de rojo uniforme que estaba entrenado para ser amable con posibles jugadores de buenas apariencias. El señor del Zarato quiso saber sobre la clase de juego que allí se ofrecía, pero se abstuvo de preguntar cómo se apostaba para evitar ser tomado como novato y esperando hacerlo en una mejor oportunidad.


 - “El Emperador” ofrece todas las alternativas en las apuestas. Es decir, desde los juegos de cartas, hasta las famosas ruletas, pasando por las maquinitas de monedas que hacen la felicidad de los visitantes poco experimentados.
 
- Hasta qué cantidad es permitido apostar y cuento es lo mínimo.


- No hay límites ni en lo uno ni en lo otro. Esa es la regla más importante del Casino.


 - ¡Oh! muy Interesante, dijo el señor del Zarato.


Hay que seguir el consejo de quien lo sabe dar y sin que su excelencia lo pregunte, estamos aquí para darlo a Príncipes que quieren seguirlo siendo. Es muy simple y está definido en una sola palabra. Prudencia. Ella es la regla número uno, por lo que debo recordar al que pregunta,  que esa virtud siempre desaparece con el entusiasmo de la primera apuesta y por ello solo os animo a seguir los dictados que os diga vuestro corazón y hacer caso al temor que es buen freno al exceso de confianza en la suerte propia.


Aprovechando que el Señor preguntaba y escuchaba las respuestas con mucha atención, el conserje que era un hombre que se veía de edad por las canas de su cabeza, aprovechó la oportunidad no sin primero medir la clase de su interlocutor y pensando en la propina acostumbrada, por lo que dedicó unos minutos más al personaje al que le decía con un tono que no mostraba ni el mayor de los sabios:


 - A los Casinos es de prudentes no traer bolsas repletas de rublos, ni en los bolsillos papeles de renta descontables, porque todo ello es oportunidad tentadora para tener ideas de multiplicar sus valores y por lo general, cuando se olvida la prudencia de la que os hablo, oro y propiedades terminan en manos de los propietarios de los casinos la noche que se juega sin medida o en la noche siguiente buscando recuperar lo perdido. Por ello antes de proceder debéis tener en cuenta que todos los noveles apostadores creen ser dueños de la suerte desde antes de pensar dirigirse a San Petersburgo y una vez llegados, desde las nacientes horas del día. Aquí sueñan con las inmensas fortunas que los esperan en la mesa del bacará donde una pequeña bolita, que se detiene en un número y en un color, paga treinta y dos veces la apuesta. Pero nunca se hacen la pregunta de por qué siempre la casa de juego es la gananciosa.


- Interesante punto de vista, pensó el Señor del zarato dándole unos buenos Kopeks a su consejero accidental y dejándolo con la palabra en la boca. Pero aquella sola reflexión del viejo conserje hizo que actuara la primera noche con ánimo conservador, sin hacer apuestas, ya que, por supuesto, había quedado claro para sí mismo, que nunca había tenido la experiencia de iniciar el juego perdiendo en sus apuestas.


Así que por la noche regresó a su habitación cumpliendo con los dictados de su corazón, es decir sin jugar y después de cenar y sin pensar en las tristezas que ya comenzaba a olvidar, se dedicó a dormir a pierna suelta y por ello su sueño no fue perturbado por los gritos de la calle, ni por la ansiedad del juego que se hacía presente con gritos de entusiasmo. Al día siguiente, fresco como el amanecer, se levantó con buen ánimo y después de su aseo personal, se vistió de negro realzando su blanca figura. Entre el bolsillo de su casaca puso una buena cantidad de rublos de oro. Con paso firme salió de su habitación y en la calle principal respiró con profundidad, como lo hacen las personas dueñas de su voluntad y de actitud positiva en la cabeza. Así que mirando para todas partes, descubrió que aquel lugar estaba lleno de casas de juego por todas partes y de concurrentes que entraban y salían de ellas con las más raras expresiones de alegría algunos o de angustia y derrota otros. Había descubierto en muchos rostros, que en San Petersburgo no se dormía porque los casinos permanecían abiertos de día y de noche y por ello ese manejo del tiempo tenía la virtud de hacer olvidarlo todo por el juego, incluyendo la tristeza porque se sintió libre del mal que tanto le mortificaba. Pensó entonces que la soledad era imposible en una ciudad tan visitada en la que bullía el entusiasmo de miles de apostadores que entraban y salían de los casinos probando suerte en las máquinas “tragaperras” desde las tempranas horas del día y que copaban los salones más famosos con sus figuras mustias como las que tienen los fantasmas silenciosos y mudos. Eran así descritos los rostros de los perdedores y por ello de la misma manera descubrió en aquellas casa de juego, la fealdad con que las pérdidas destruyen la belleza de las mujeres apasionadas al juego de azar, porque vió a muchas de ellas con la huella del llanto y el sufrimiento en sus rostros. Allí todas las mujeres daban la vida con tal de ser las primeras en tener un lugar en las mesas de juego en los casinos de poca categoría y efectivamente la dejaban allí en medio de sus pérdidas. También su ojo avizor pudo observar cómo a pesar del rigor de aquel clima de la mala suerte que es deprimente, muchos apostadores menores, es decir de modesta economía, caminaban por las aceras acosados por la angustia de recuperar lo perdido el día anterior para llegar a las mesas de juego que finalmente los llevaría a la ruina. Pudo ver el feo rostro del vicio en cada jugador esclavizado con la peor de las cadenas de día y de noche. Abriéndose paso, salió de aquella zona de desastre y caminó por las congestionadas calles, donde se encontró de nuevo frente a las amplias y bellas puertas giratorias de “El Emperador”. Una procesión de caras entraba en tumulto mostrando en sus rostros breves alegrías o prolongadas penas. Entre ellos, los que habían perdido su identidad, los rechazados, los que vestían ajados trajes, los que estaban dispuestos a pagar con sangre con tal de tener una nueva oportunidad. Los miserables que se ofrecían para hacer cualquier trabajo deshonroso y los que vendían el favor de sus propias mujeres por el pago de unas pocas monedas que destinarían al azar.


 
El señor del Zarato tomó asiento en una mesita de refrigerio pensando lastimeramente en aquellos pobres diablos y pidió unos pastelillos con té caliente.


 
- Son tontos como corderitos. Su vida depende de sus sueños de ganarle al casino que les oprime los bolsillos hasta destruirlos, pensó mirando a través de la ventana adornada por un hermoso balcón de madera de la Renania  alemana y desde el cual se observaba el movimiento de la calle principal de la ciudad.



Dio el último sorbo a la taza de té y se dirigió a las mesas de juego donde estaba la acción. La mesa de juego estaba rodeada de público. Allí se dispuso solo a observar, cuando al pensar en poner unos Kopeks, sintió un extraño frío penetrante que entró por todo su cuerpo erizándole toda la piel como si se le hubiera pegado una mala energía, de esas que acompañan las malas decisiones causando tanto desastre entre los humanos. Pero cosa extraña, le gustó sentir esa sensación como si se tratara del contagio de la emoción que se sentía en todas partes, como si todo estuviera dispuesto para llenar los vacíos de la mente y hacer olvidar el transcurrir del tiempo y los hechos que afectan la vida corriente. A partir de entonces olvidó la necesidad de hacer amigos de alta alcurnia, pues la agitación y el tumulto distrajeron su mente y disiparon su soledad y porque además, no le dio importancia a que en las mesas de juego el oro fuera el personaje importante y ello explicaba el trato de iguales que se le daba a los apostadores.


Por todas partes veía con interés la majestuosidad de la edificación, porque precisamente allí cada cosa había sido colocada en su lugar para ser disfrutada. Bastaba con levantar los ojos para descubrir las lámparas de cristal de bacará importado del mundo de los checos, cuyo destino era el de iluminar la noche como si fuera de día, dando la sensación de que el tiempo estaba detenido siempre en la claridad y no transcurría. Los pisos de mármol de Carrara, algunos tapizados con alfombras del Líbano, daban hasta las  paredes decoradas con cuadros originales de famosos artistas de la época. De pronto, una voz suave se dirigió a él con respeto.


 
- Bienvenido a “El Emperador”, príncipe, le dice el ayudante vestido como un general que estaba encargado de recibir a los jugadores con aspecto de caballeros.


Estirando su casaca y girando su cabeza hacia este hombre anciano desconocido, el Señor del Zarato sonríe e inclina su cabeza agradeciendo el saludo.


 
El groupier acaba de decir que en su mesa de ruleta se juega sin límite.



Alrededor, el bullicio crece y el entusiasmo es inenarrable. Por todas partes se ven mujeres y hombres que visten a la usanza europea de finales de siglo y de quien nadie conoce títulos o atributos. Los apostadores se mueven de una mesa a la siguiente; se les ve pasar de la mesa de Póker a la ruleta, a los dados, buscando encontrar la huidiza suerte, que parece no tener lugar fijo porque aparentemente está en todas partes.


En la ruleta en ese momento se apuesta y se gana fuerte. Allí un hombre con aspecto de mujik, bebe vodka y está rodeado por apostadores y mirones fortuitos, porque lleva varias manos ganando sus apuestas. Su buena suerte provoca gritos de asombro y estimulan a los que deciden poner en riesgo sus Kopeks en los mismos números del afortunado apostador.


Un prolongado ¡Oooh! de admiración se sucede una y otra vez con cada jugada y las valiosas fichas van de la banca al apostador, construyendo un monte de fichas de múltiples colores.


El señor del Zarato contagiado por el entusiasmo general piensa si pudiera aprovechar la oportunidad para ganarse unos Kopeks en los números afortunados del que es dueño de la suerte en ese momento.


El mujik vuelve a beber de la botella de vodka, prolongados tragos y parte de ellos se deslizan por su desordenada barba. Entonces descubre la presencia del Señor del Zarato y decide hablarle.

- Apostad conmigo príncipe que hoy pienso hacer saltar la banca, o como se llame a esta cueva de ladrones, dijo el hombre que se expresaba en lenguaje vulgar.


 El señor del Zarato le devuelve la oferta con una mirada de desprecio.


 
- De buena gana le haría dar unos azotes, pensó en sus adentros.


 
Obligado a pasar por alto el atrevimiento y sin responder al que quería ser su interlocutor, puso por primera vez unas monedas de oro sobre el número 13 al que el hombre de la suerte había apostado todo.



- Muy bien hecho príncipe, ahora mi suerte es su suerte.



El groupier hace girar la ruleta. Sobre un diminuto canal circular que está en la parte alta de la rueda de la suerte, el groupier coloca la pequeña bola de pedernal y espera unos segundos. Luego la suelta haciéndola girar en contravía a la rueda de la fortuna. La pequeña bola hace círculo varias veces hasta que la ruleta comienza a detener sus giros. La bolita desciende luego dando uno, dos brincos sobre los canales que separan cada uno de los números y se detiene en uno de ellos.


- ¡Rojo treinta y uno!, grito el groupier.



¡Oooh!, rugió la multitud, desalentada.


 
Con suma rapidez el groupier usa una especie de pala de fina madera para atraer hacia sí, las fichas de los perdedores.


Las fichas representaban rublos de oro, notas de crédito de la casa, toda clase de joyería fina de ricas damas, que secas de circulante habían puesto como prenda sus valiosos diamantes a cambio de fichas de madera de la casa de juego.



- ¡Yo lo sabía!, gritó el mujik con amargura echándose un largo trago de vodka.



- Qué mala pata comentó un perdedor que también había compartido la suerte con el hombre que continuaba bebiendo sin parar.



- ¡Yo lo sabía! -insistió el ruso después de eructar-, que esos eran los números ganadores y me distraje apostando al trece, cuando la suerte me decía que la apuesta era al revés, es decir treinta y uno rojo, ¿no lo veis? La suerte me habla y yo no la escucho por dedicarme a hacer invitaciones a compartir lo que vosotros envidiáis sin querer arriesgar un kopek.



- Un murmullo de aceptación por lo que decía el mujik le daba la razón a pesar de lo ilógico de su argumentación contra quienes perdían por creer en la intuición de un ganador y no en la teoría de las probabilidades.



- ¿Quién quiere compartir mi suerte en el desquite? Preguntó El mujik congestionado por el vodka.



Nadie se atrevió a contestar, pues ni el más interesado jugador pone su dinero en teorías perdedoras, por lo que un prolongado silencio se hace alrededor del mujik hasta que la voz clara del groupier se hace sentir.



- ¡Hagan sus apuestas señores!


 
Una fina mano de mujer en forma discretísima deposita dos rublos de oro en las manos del mujik.



- Ganad para mí que lo necesito, la suerte es amiga vuestra esta noche, yo lo presiento, le dijo la mujer al oído.



El mujik la miró de arriba abajo, pero aceptó las monedas de oro, miro los números, encontrando vacío su número favorito, el trece. Levantó sus hombros en señal de desprecio y sobre el trece solitario depositó las monedas de oro.


Otros jugadores ponen sus fichas en otros números de suerte y esperan.


- ¡No va más! -gritó el groupier lanzando la bola en contravía de los giros de la ruleta.


 
La bola giro veloz dos, tres veces sobre el círculo hasta perder la fuerza del impulso. Luego entre saltos descendió sobre la parte baja central y pasó del veinticuatro negro al número trece rojo donde se detuvo.


- ¡Trece rojo!, grito el groupier.



Los Gritos y expresiones de admiración eran de alegría inenarrable. El trece rojo, al que el Mujik había vuelto a apostar lo favoreció pagándole treinta y dos veces el valor de la apuesta.


 
- ¡Lo sabía!, gritaba el hombre que seguía ingiriendo vodka al momento de recibir la pequeña montaña de monedas de oro. Con alegría entregó a la mujer  la mitad. Ella echo el oro entre su bolsa, la apretó contra su pecho y con una mirada de agradecimiento desapareció sin pronunciar una palabra de mas. En la apuesta siguiente, el mujik puso toda su fortuna en el mismo número y una vez derrotado por el vodka y el seis negro, fue retirado de la mesa por una especie de gendarmes del casino y puesto a dormir la borrachera.



En jugadas que no eran las de sus preferencias, el señor del Zarato perdió por segunda vez una pequeña fortuna y se sintió molesto. Sin embargo tenía suficiente respaldo para recuperarse y se predispuso a colocar una gruesa suma, la  necesaria para cubrir los cinco mil rublos de oro que se le habían fugado por entre los números perdedores de la ruleta. Con la mente concentrada escuchó las palabras del groupier que ya le eran familiares.


 
- ¡Hagan su juego señores!



El groupier, uniformado con casaca blanca, se mantenía como una estatua de pie, esperando las apuestas con la bolita de la ruleta en su mano derecha. El señor del Zarato, hizo un mohín  de preocupación al colocar quinientos rublos de oro sobre el marco nueve negro.


La noche que hacía rato había comenzado, parecía prolongar sus horas en forma inexplicable.


- ¡No va más! Volvió a decir el groupier que hizo girar la bolita a la que veía correr siempre con muda frialdad.



- ¡Nueve negro!, Canto el groupier.



El señor del Zarato sintió que su cuerpo se paralizaba con la sorpresa. De nuevo, el intenso calofrió recorría todo su cuerpo como si fuese una sensación invasora de un cuerpo extraño. Respiró profundo con la seguridad que le produjo ver la cantidad de fichas que el groupier colocó a su lado. Con alegría y satisfacción, el señor del Zarato contó su ganancia y sacó en conclusión de que no solo había recuperado su dinero, sino que además había ganado diez mil rublos adicionales.


- Es por mi buena suerte. En adelante jugaré con el dinero del casino, sin tener que quitarle un gramo de peso a mi bolsa, se dijo.


Efectivamente ganaba una vez, pero, perdía dos y hasta tres veces seguidas. Sin notarlo, debido a esas inexplicables energías que se posesionan de la mente, el Señor del Zarato jugó hasta el límite de sus ganancias y luego una pequeña parte de su patrimonio y sin notarlo, todo lo que era necesario para no dejarse derrotar. Sin ningún control tomaba los rublos de oro de su bolsa y apostaba en lo que se volvió una rutina de ganar una vez y perder dos. Sus apuestas comenzaron entonces a ser desordenas y cada vez más abundantes sobre números tomados al azar.


El final de la noche lo sorprendió sentado aun en la mesa de Bacará, donde le retiraban la última apuesta que le había fallado. Consultó su bolsa y la encontró vacía y por primera vez vivió el sentimiento amargo de la derrota. Era la rabia que se posesionaba de su mente quejándose de su falta de prudencia, como se lo había pronosticado el portero del Casino. ¿Qué hacer entonces? Sabía que tenía recursos disponibles de crédito con el solo hecho de mencionar su nombre. Pero era una locura disponer de esa clase de crédito, porque, como también le había sido advertido, una de sus valiosas propiedades podría caer en manos de los agiotistas. Claro que por su mente pasó la idea de que iba a ganar y para ello solo necesitaría tener suerte por unos escasos minutos y entonces con buenas utilidades se retiraría y abandonaría San Petersburgo continuando su viaje por el mundo. Ello le dio en principio seguridad y no se preocupó finalmente de lo que ya había perdido. Entonces el señor del Zarato se identificó ante el administrador de “El Emperador”.


- Es un honor para nosotros contarlo entre nuestros distinguidos visitantes. Solo tiene que decirnos la cantidad de oro que vuestra excelencia requiere y con el requisito firmado sobre una pequeña garantía obtendrá de nosotros lo que su señoría desee.


El señor del Zarato no quiso agradecer tal gentileza y en silencio firmo los documentos y obtuvo cinco mil rublos que perdió esta vez con más rapidez por la precipitud de su necesidad de ganar. Entonces el deseo de recuperarse lo llevó a apostar más y más.


El síndrome del juego es un sentimiento que nadie puede explicar. Lo cierto es que como una ola sobre la playa invadió su mente por semanas enteras hasta llegar a dominarlo con la presencia del insomnio que volvió a aparecer en la idea del juego que lo atrajo a jugar frente a la ruleta por días y noches enteras. Entonces su figura altiva comenzó a deteriorarse con la vulgaridad del abandono. Volviose tristemente célebre por sus cuantiosas pérdidas apostando en una mesa y luego en la siguiente con la misma mala fortuna hasta que quedaba solitario con el groupier porque la gente se quejaba de su mala suerte y retiraba de su lado, así que volvióse costumbre verlo perder su fortuna que comprometió en injuriosas hipotecas por las que obtenía cada vez menos dinero.


Pronto el señor del Zarato comenzó a transformarse en un ser extraño, una especie de ente de extraña palidez originada en la falta de alimento y en el reflejo descuidado en su manera de vestir.


Una noche de mala racha, los dueños del Casino se negaron a extenderle más crédito a falta de garantías. Como la realidad no engaña el señor del Zarato lo había perdido casi todo, menos la propiedad donde vivía y su caballo “El Visir”, que era la más preciada y por ese sentimiento jamás entregaría al azar por lo que sin cumplir sus sueños decidió regresar al que había sido su palacio. Sintió terror por la pobreza que se gana cuando se ha perdido todo.


Montó en su jaca y dos días después de haber vencido a una de las más duras tempestades de nieve, divisó sus tierras y apuró el galope de “El Visir”, que respiraba y expulsaba vapor como un dragón. Saltó de la silla y penetró como una fiera su casa pisando fuerte con el nock, nock, nock de sus tacones camino de su habitación. 


De la mesita de cama tomó su pistola y se dispuso a levantarla a la altura de su cabeza. Pero ¡Oh mala suerte! Su brazo levanta su casaca porque tropieza con ella. En esa mano y pistola hacen tal enredo que hicieron expulsar de uno de sus bolsillos una valiosa moneda de oro que cayó sobre el piso haciendo círculos hasta detenerse a sus pies.


En breves instantes un mundo de preguntas sin respuestas, invadió la cabeza del señor del Zarato. En fracciones de segundos repuso su compostura y con los ojos vueltos un interrogante levantó del piso la moneda y se puso a observarla en la palma de su mano.


La palma  de su mano se hizo puño  apretando  la moneda con fuerza, mientras un alocado movimiento de todo su cuerpo lo hacía estremecer. En ese momento su mente no actuaba con la independencia de sus propias ideas, porque algo parecía hablarle a su cabeza con sonidos que giraban como ideas fijas triunfo que solo obtendría si regresaba al casino. La moneda que aprisionaba en su mano era la verdadera oportunidad que lo volvería a hacer feliz. Definida esta ilusión, el Señor del Zarato grito a sus sirvientes que le propiciaron nuevas ropas con las que se cambió y en las que guardó su pistola. Con las palabras alucinadas ordenó que le prepararan un caballo fresco para el viaje en busca del éxito.

 
- ¿El Señor se encuentra bien? Se atrevió a preguntar su más leal servidor.


 Sin responderle, el Señor del Zarato abandonó su castillo y se dirigió de regreso a San Petersburgo.


Era medio día y las nubes grises que cubrían todo el cielo de invierno, se habían tomado su descanso, porque había dejado de nevar. Hacía mucho frío aún porque la noche anterior la nieve había llegado en brazos de los vientos helados que son tan impiadosos en las tierras Rusas.


A toda prisa atravesó las primeras  estepas y acortó las distancias fustigando su caballo. En una parte del camino se detuvo para confirmar la ruta hacia la ciudad del juego. Frente a un enorme árbol que había entregado sus hojas al otoño, un niño de unos diez años se atravesó en su camino obligándolo a saltar de su montura para reprenderlo.


El señor del Zarato saltó del noble animal muy molesto por tener que interrumpir las circunstancias de su afán. Sin embargo algo le hizo cambiar su animosidad, al ver la hermosura de aquel niño, que de pronto despertó en él una extraña emoción que lo hizo despertar del sueño de su locura. Su rabia parecía haber desaparecido. Sintió despertar un sentimiento que jamás había tenido al ver de cerca de éste  pobre pequeñín que era  tan hermoso como lo había sido él a la misma edad y sintió por ello haberse encontrado consigo mismo. Recordó entonces a sus queridos padres en medio de la orfandad en la que había quedado después de su muerte; la soledad de su vida se hizo presente para rescatarlo de las penosas circunstancias que había sufrido los días atrás. Haciendo girar a su monta con la brida avanzó unos pasos y se puso frente a él. Observó la pobreza de sus ropas y la expresión famélica de su rostro. De ensortijado pelo de oro, sus ojos azules se mostraban húmedos, tristes y al borde de las lágrimas. Su pequeñita nariz estaba roja por el viento helado de la mañana. Sus ropitas hechas jirones poco hacían para protegerlo del frío y por eso temblaba. 


 
- Señor, regálame una moneda que me muero de hambre, le dijo el niño con débil voz cuyo sonido llegó a su corazón.



El señor del Zarato soltó la brida de su caballo y lo tomó en sus brazos dándole calor, mientras le hablaba desde lo profundo de su alma con un sentimiento de amor verdadero.


- Si regreso -le dijo -, te haré el niño más rico de todas las rusias. Te prometo que lo tendrás todo en abundancia y que nunca volverás a mendigar el pan. Te convertiré en mi hijo y heredaras mi nombre y todo lo que me pertenece.


El señor del Zarato dejó al niño junto al esquelético árbol clavado sobre la fría nieve, montó de nuevo su caballo y apuró su destino con sus espuelas.


En “El Emperador”, donde la fama de dilapidador de fortunas ya le pertenecía, se sentó frente a la mesa de bacará e hizo la primera apuesta al tres rojo. La bola rodó y esta vez sin saltar se detuvo firmemente sobre el número que le devolvió treinta y dos veces la valiosa moneda de oro. Una y otra vez, el señor del Zarato gano y volvió a ganar sin parar durante todo el día. En la noche cambió muchas veces de casino y se dio cuenta que la suerte lo seguía, pensando que lo hacía porque había recuperado la moneda de oro que ahora guardaba como una mara, el símbolo de la buena suerte. Apostó y apostó sin medida ni límite y como el rey Midas todo lo que apostó lo convirtió en oro ganancioso, con el que recuperó todas sus propiedades. Derrotaba cada mesa en la que se sentaba. Nadie se podía sentir más feliz que él, porque destinó unos minutos para cenar los platos de la cocina francesa que adoraba porque eran los más deliciosos y mejor decorados que pudieran existir. Sus propinas abundantes se volvieron tan famosas como él mismo y en pocas horas su fama saltó a las alturas del estrellato. Todos querían hacer parte de la mesa de juego que él compartía generosamente, porque con la fortuna a su favor se hacían amigos por montón entre ellos a las mujeres más bellas de San Petersburgo. Era famoso después de haber pagado todas sus deudas y recuperó todos sus bienes triplicando su riqueza que había estado perdida solo por unos días. El oro no cabía en sus bolsas. La admiración de los apostadores que también jugaban sus números, movió a todos los jugadores del “El Emperador” y de los casinos del alrededor a formar parte de la buena racha del señor del Zarato. Ese día, su suerte había sido tan inmensa que su fama cambió porque lo acompañaron los gritos emocionados de cientos de personas que lo animaban a seguir ganando. El público aplaudía sus gruesas apuestas y hacía comentarios:


- Va a reventar a todos los Casinos. Su buena suerte es inmejorable. Al fin alguien hace sentir el sabor de la derrota a los dueños de un azar tramposo.


Habían transcurrido más de veinticuatro horas cuando el señor del Zarato recordó la promesa hecha al niño del camino a la hora del desayuno sentado ante toda clase de alimentos, que abandonaba en la mesa sin tocar.


Un sentimiento extraño y profundo lo obligó a pensar en aquel niño antes de levantarse de la mesa y salir a jugar.


Instantes después un caballo a pleno galope abandonaba San Petersburgo. Era un hombre solo pero el más rico que cualquiera hubiera podido imaginarse.


El fiel animal pareció comprender su afán y acortó la distancia veloz para llegar al lugar.


Frente al árbol donde el Señor del Zarato esperaba encontrar a quien había prometido adoptar como a su hijo.


El noble animal se detuvo tembloroso por la agitacion de su carrera.


El Señor Feudal desmonta su jaca y se acerca al niño que parece dormir junto al árbol. Pretendiendo no despertarlo, lo levanta con sus brazos y pone contra su pecho para murmurarle al oído con un amor profundo estas palabras:


- Te dije que te haría el niño más rico y feliz de todas las rusias y como lo ves, ya estoy junto a ti cumpliendo mi palabra de que no sufrirás de hambre nunca más hijo mío.



En ese instante el señor del Zarato no sintió reacción en el cuerpecito frío como un pedazo de hielo del niño. Instintivamente lo movió buscando la vida inútilmente. Su rostro se veía dulcemente apacible y mostraba sus ojitos entreabiertos, con un azul profundo pero opaco. Parecía tener una sonrisa inocente en su boquita, pero desgraciadamente así es el rictus de la muerte. Sus labios morados que se habían silenciado para siempre tan solo unos minutos antes estaban medio abiertos y  su cuerpo parecia descansar como si durmiera. 


Unas lágrimas de desconcierto, de rabia y arrepentimiento rodaron por las mejillas del señor del Zarato.


Con la delicadeza y el respeto que merece la muerte, deposita el cuerpecito junto al árbol, en el seno de la madre naturaleza a la que ahora le pertenece. Entonces monta su caballo que esta vez se mueve a paso lento siguiendo el camino en aquella tarde gris.


Ha llegado la noche en el castillo. El Señor se dirige a su habitación sin querer ver a nadie. Quiere buscar la soledad con toda la dureza de su silencio. 


Un instante, tan solo un instante se requiere para atentar seriamente contra  la vida al encontrar que están cerradas todas las puertas de la esperanza.


El Señor del Zarato estaba libido como las nubes pesadas del cielo en aquella noche de cruel invierno. De su cintura extrae la pistola que tomó en su mano firme. Sus ojos estaban húmedos de lágrimas de desilusión. Levanto el arma la altura de su sien y apretó el gatillo. Al caer su cuerpo y golpearse contra el piso, la moneda de oro que le había devuelto su fortuna, rodó una y otra vez sobre su acuñado borde de ranuras hasta distanciarse del cuerpo del que se había desprendido la vida que había dejado de tener sentido. 

Monday, March 2, 2015

PENSAMIENTOS IV

Tomado del libro Rimas y Palabras
Por A.J.Ortega


      

 

En el duro invierno

de lluvia y de trueno

que hacen al cuerpo

de frío temblar,

pasan elegantes

todas las mujeres

de paño cubiertas

guantes en las manos,

lana en los tobillos,

bufandas al cuello

que son de admirar.

¿Por qué en estaciones

de fríos inviernos  

todas esas gracias

se ven ocultar?

 

  

 


En la primavera

mujeres cual rosas

brotan de la tierra

adornando todo

con luz y color.

Uno se pregunta

¿Por qué son  volátiles

las finas fragancias

de todas las flores

hechas de perfumes

olores y   esencias ?